7.07.2014

Hay que ser como los carros antiguos, genuinos

Honestidad y honradez son dos vocablos que, aun refiriéndose a cosas distintas, se han reducido a uno solo. Antaño, un hombre honesto era el que actuaba con moderación y pureza. El decente y decoroso; el recatado y pudoroso. Por su parte, el honrado era el que actuaba conforme a sus obligaciones y principios, con integridad y justicia. Hay quienes han llegado a decir que “lo honrado se aplica de cintura para arriba y lo honesto de cintura para abajo”. Si lo ideal es que caminen de la mano, su uso se ha generalizado hasta tal extremo que hoy en día ambos términos se han fusionado y decir que alguien es honesto es asumir su decencia y decoro, su pudor, su raciocinio y recato; su justicia y rectitud.
Desde pequeños nos enseñan que la honestidad con uno mismo y con los demás es algo más que uno de los valores más preciados del ser humano. Nos inculcan la costumbre de ejercitarla para convertirla primero en hábito y después en virtud. Por encima de todo –de la ideología política, del nivel social y cultural, de las creencias- está la bondad y la responsabilidad de hacer las cosas convenientemente.
Pero no me refiero a la honestidad emocional de la que hablan los expertos en inteligencia emocional. Me refiero a esa honestidad más primigenia que habita en un rinconcito de nuestro ser; que nos permite ser íntegros y auténticos; que nos empuja a respetar a los demás; que nos impide apropiarnos de lo ajeno; y, sobre todo, que nos hace ser sinceros. Con los tiempos que corren, tal y como afirmó William Shakespeare, ser un hombre honesto equivale a ser un elegido entre diez mil. Honesto no sólo con los hechos, sino también con las palabras.
Desde la Antigüedad Clásica, hablar con propiedad era la principal cualidad de un uir bonus dicendi peritus, de un hombre íntegro que no sólo dominaba las técnicas oratorias, sino que además asumía con franqueza una única verdad, sin hipocresías ni artificios, sin confusión ni desconfianza, sin contradicciones ni discrepancias. Éste era el perfil del perfecto orador, que dista mucho de lo que actualmente encontramos en escenarios, tarimas, tribunas, estrados, mesas de despacho…. No en vano la desafección ciudadana, política e institucional, es uno de los problemas al que se enfrentan los máximos dirigentes de nuestro país, quienes han perdido el sentido de la honradez, de la veracidad, de la bondad; que basan su discurso en la técnica de convencer sin consideración moral alguna; en definitiva, que han generado un pasotismo tal en los ciudadanos difícil de reparar, porque el mundo cambia no sólo con la palabra, sino con el ejemplo. No con críticas, sino con reconocimientos. No con reproches, sino con disculpas. Con honestidad y honradez.
Ser honrado es una obligación social, cumplir con las normas que nos vinculan con los demás, y que facilitan una convivencia más tranquila.
Ser honesto es una búsqueda personal, un intento íntimo de ser coherente, un empeño en la autocrítica. Contestar a preguntas que, para hacerlas, es necesario estar a solas.
La honradez te permite dormir por la noche a pierna suelta. La honestidad te hace pasar noches en vela.
Se acabó la distinción, y la honradez ha sido prácticamente jubilada: la otra ha invadido casi por completo su territorio semántico, conquistado en un lento proceso de conflictos que requeriría larga explicación; tras ellos, tales vocablos llegaron al deslinde definido por el Diccionario de Autoridades, que ahora se desvanece con la omnímoda vigencia de la honestidad; los conflictos se refieren, claro es, al hecho de que lo honrado se ha sentido secularmente ajeno a lo honesto de la mujer: no podía ser honrada si no aniquilaba hasta la más pequeña concupiscencia. Como decía un pensador analítico, “los pasos, Cleobulina,/ de una mujer honrada,/ son, de su casa al templo, /son, del templo a su casa”. Sobre tales pasos fundaban su honra el marido y demás parientes varones, los cuales, no precisaban de la castidad rigurosa para poseerla.