5.26.2014

El Día del Campesino colombiano en medio de la desventaja social

En medio de tantas celebraciones y días especiales que hay en Colombia, el Día del Campesino se desdibuja y pierde el significado que tuvo años atrás. No obstante, muchos municipios mantienen esa celebración, que está cerca de cumplir 50 años.
El gobierno de Guillermo León Valencia, según el decreto 135 de febrero 2 de 1965, estableció el primer domingo de junio como Día del Campesino, por petición de Augusto Franco, encargado de Asuntos Campesinos de la Caja Agraria. El objetivo era rendir homenaje al campesino colombiano, por su trabajo abnegado para plantar semillas, cuidar plantas y animales y cosechar frutos, para alimentarse y llevar a los mercados para satisfacer necesidades alimentarias de la otra Colombia.
Eran otros tiempos. Colombia era un país rural donde muchos de los pobladores del campo eran campesinos; y los habitantes de los pueblos y ciudades todavía reconocían que los alimentos llegaban del campo y alguien los producía. No como hoy, cuando muchos habitantes de las ciudades creen que los alimentos se producen en los supermercados o en las grandes superficies. Por lo tanto, cobra vigencia preguntarse si el campesino colombiano existe o es sólo una reliquia de la tradición cultural, pese a lo que han sostenido los modernizadores, según los cuales el campesino debe modernizarse, convirtiéndose en próspero empresario o transformándose en asalariado. Por ello el modelo de desarrollo actual se ha empeñado en modernizarlos, integrándolos al circuito del mercado. En otras palabras, los campesinos se han considerado obstáculos para el desarrollo, para el crecimiento económico o para el cambio revolucionario. Preguntan los amigos del mercado ¿qué sentido tiene contar con 10 o 12 millones de montañeros que no transan muy pocos bienes y servicios en el mercado?.
En Colombia se encuentran dispersos en toda la geografía, incluyendo algunas áreas urbanas, desempeñando desde las más nobles hasta las más ingratas tareas: cuidar la tierra y el territorio, y plantar semillas para la vida, o ser víctimas del abandono, el despojo y la persecución. Es un hecho. El campesino, acudiendo a las más insólitas y variadas formas de resistencia, ha logrado adaptarse y persistir frente a los cambios y los retos que le plantea la sociedad. La complejidad de su mundo es la base donde se encuentra el sustento de dichos mecanismos de resistencia. A diferencia de los empresarios del campo, en el mundo del campesino habitan las más variadas estrategias de sobrevivencia, las más caras lecciones de climatología, las más severas lecciones de ética, los más sabios y genuinos postulados de justicia, la más profunda sabiduría para relacionarse con la naturaleza.
En su parcela no se opone a la naturaleza. En ella el trabajo se efectúa en el contacto creativo con todas los elementos del cosmos y es allí donde crea nuevas formas de existencia y de comunión con la tierra. En la finca campesina se producen, crean y recrean la vida, la cultura y la historia. Por eso, reconocer su aporte a la sociedad, hoy implica comprender la complejidad de su mundo, su historia y su cultura. El tributo que debe rendirse al campesino es un reconocimiento a una forma de vivir y relacionarse con la naturaleza, a una cultura que sintetiza un acervo de conocimientos, mitos y saberes que hacen parte de la identidad nacional.
Por eso, la suerte del campesino requiere que la sociedad y el Estado, a partir de valorar esa forma de vida en la construcción del país, le reconozcan su dignidad como persona y le garanticen las condiciones para su plena realización como ciudadano. Si no se hace nada y se insiste en las políticas modernizadoras, de esa riqueza sociocultural que representa la vida campesina, sólo nos darán cuenta las crónicas y la literatura costumbrista.