9.26.2011

Debemos combatir el fraude electoral

Colombia tiene, como lo ha señalado el historiador David Bushell, una larga tradición de fraudes electorales, en la que la limpieza de las elecciones siempre ha estado en cuestión. Desde el nacimiento de la república en el siglo XIX, el fraude electoral fue una práctica recurrente asociada al clientelismo político. Bushell menciona algunas de esas modalidades: irregularidades en el registro electoral, depósito de papeletas falsas, abusos en los escrutinios, control espurio de la organización electoral (“el que escruta elige”), compra de votos. Un verdadero repertorio de constreñimiento al elector. Todo esto a pesar de las leyes y normas que castigan penalmente a los responsables de esas conductas y de la infinidad de medidas que se expiden en cada evento de participación electoral con el propósito de contrarrestar la práctica del fraude.
En las elecciones de 2002 se puso en marcha una de las modalidades más repudiables de todas las conocidas: los acuerdos entre las élites políticas regionales y los grupos paramilitares que se acompañaron de asesinatos y de una variedad inusitada de acciones orientadas a impedir el voto libre.
Este menú de prácticas del fraude electoral que adulteran la voluntad popular no ha logrado ser contenido a pesar de que nuestro país cuenta con una legislación detallada. El Código Penal señala varias conductas: perturbación del certamen democrático, constreñimiento al sufragante, fraude en la inscripción de cédulas, corrupción del sufragante, retención y posesión ilícita de cédulas, o fraudulento, mora en la entrega de documentos relacionados con una votación, denegación de inscripción y de una ley de garantías electorales que, salvo aspectos secundarios, es realmente inoperante para proteger el voto libre.
La reforma política de 2009 fue una oportunidad excepcional que se dejó pasar sin sanciones ejemplarizantes orientadas a desestimular el fraude electoral y el constreñimiento al elector. Por su parte, el Congreso de abstuvo de reglamentarla y, así, quedó abierta la puerta para un nuevo capítulo de la corrupción política, que solo se conocerá en sus verdaderas dimensiones una vez elegidos los nuevos senadores y representantes. El dinero de narcotráfico sigue permeando la actividad política y la corrupción política entró en una nueva fase en la cual el clientelismo se articula a las grandes contrataciones con el Estado para beneficio de unas pocas redes que controlan la asignación o distribución de los recursos públicos.
Esta es otra de las tareas pendientes que deja en deuda al Presidente Uribe con la sociedad colombiana. Transitamos pues de la promesa de luchar contra la “politiquería y la corrupción” a una nueva fase de degradación de la actividad política.
Sin embargo, quien examine los informes de prensa de los últimos meses sobre la dinámica de las campañas electorales y sobre el comportamiento de los candidatos podría desencantarse rápidamente. Cancelación de la personería jurídica a algunos partidos por irregularidades en su proceso de conformación; campañas electorales que exceden de antemano los topes fijados por el Consejo Nacional Electoral; influencia renovada de bandas armadas en algunas regiones en las que aspiran a mantener el control político militar, y presencia renovada de la “vieja política” representada en políticos encarcelados que pretenden extender su poder a través de esposas, hermanos e hijos, son solo algunos de los episodios que anteceden las elecciones al nuevo Congreso.
Hablar de fraude electoral en Colombia no es una novedad. Aunque el país es reconocido internacionalmente por la antigüedad de su democracia, en la práctica, la limpieza de las elecciones ha estado siempre en discusión. Y no sólo en los últimos años sino desde los albores de la tradición electoral en el país, pues existe evidencia de fraudes electorales desde la naciente república del siglo XIX.
Antes de 1840 las elecciones eran de viva voz y públicas, por lo cual los electores eran presa fácil de la intimidación o el convencimiento mediante prebendas. Después de esa fecha se introdujo el voto secreto lo cual dificultó esas conductas, pero no las extirpo del todo. De hecho, se sofisticaron y se acomodaron a las nuevas formas de la democracia colombiana. “Las modalidades del fraude abarcaban desde irregularidades en el registro electoral (inscripción de personas no aptas para votar o rechazo arbitrario de quienes sí reunían las condiciones) hasta el depósito de boletas falsas y abusos de escrutinio.