9.12.2016

La búsqueda de la paz en Colombia nos compete a todos

La violencia en Colombia ha adquirido tal preeminencia, que se ha convertido en una estructura de comportamiento y en una estrategia de socialización. Vivimos una cultura de la desconfianza que, junto con la guerrilla y otros factores, ponen en peligro la construcción democrática de la nación. Frente a ello, una pedagogía de la convivencia, una insurgencia desarmada, la ternura, el cultivo de la singularidad y el respeto por la diferencia pueden ser los caminos para afirmar la civilidad, construir la paz y afianzar la democracia.
La violencia aparece como una estrategia de socialización que busca modificar comportamientos por el terror, a la vez que se propone el aplastamiento de la singularidad y la eliminación de la diferencia. Al bloquear las reacciones espontáneas que tenemos en nuestras relaciones interpersonales y limitar las actitudes de afianzamiento y apropiación de nuestra propuesta vital, la violencia actúa como dispositivo generador de sufrimiento e impotencia. Fenómenos como la impunidad, la desaparición forzada, el desplazamiento y la inseguridad, derivados de una violencia creciente y una guerra irregular, se convierten en causa de sufrimiento psicológico y social, generando un sentimiento creciente de impotencia y agresión contenida que afecta de manera negativa a los procesos de participación ciudadana y afianzamiento democrático.
La violencia es efectiva en tanto nos roba la alegría, la confianza en nuestras creencias y valores, en la posibilidad de una cultura democrática. De manera inmediata, lo que busca la acción violenta es restar fuerza a la víctima para obtener una ventaja política, un dominio en el campo del poder, un apocamiento de la capacidad del ciudadano para reaccionar frente a la arbitrariedad y la muerte. Más allá de las justificaciones que puedan tenerse para ejercerla, la violencia actúa a nivel interpersonal como mecanismo perpetuador del sufrimiento y a nivel económico y social como legitimadora del negocio de la guerra. El impacto que genera la violencia conmociona de manera simultánea la capacidad de individuos y grupos para alcanzar el bienestar psicológico y su capacidad política para afirmarse en un proyecto democrático de construcción de ciudadanía. Desbloquear este sufrimiento y reaccionar contra el poder cotidiano de la violencia se convierten con frecuencia en un círculo vicioso, pues no parece existir alternativa diferente a exhibir comportamientos guerreros, generando ante las fuerzas que nos apabullan aparatos de muerte que perpetúan las cadenas del maltrato, la sumisión y la impotencia. Asaltados por un ímpetu vengador, pretendemos resarcirnos de la ofensa levantando en alto la bandera de la dignidad, para que el ofensor pase a ocupar el lugar del ofendido. Establécese así un equilibrio precario que paga el precio de producir nuevas ofensas y humillaciones, nuevas formas de perpetuar la cadena de violencia.

Cultura de la desconfianza
Parece existir en Colombia una larga tradición de solucionar nuestros conflictos recurriendo a las armas, una dificultad para abordar nuestros problemas sin pasar por la eliminación del adversario. Aún hoy, una persona armada goza de más prestigio que un ciudadano desarmado. Hasta hace pocos años, los partidos históricos -Liberal y Conservador- alimentaban ese ímpetu guerrero, pues se consideraba un asunto relacionado con la sangre y la familia defender la permanencia de uno de ellos en el poder. Curiosamente, desde el momento en que estos partidos pactaron la convivencia, han sido otros colombianos los que se han armado para oponerles resistencia.
Aún hoy, ante el estallido de cualquier crisis vecinal o la confrontación de estructuras de poder grandes o pequeñas, los colombianos seguimos dando primacía a las salidas armadas. Somos un país que durante décadas ha concedido un estatuto honroso al insurgente, imagen heredera de las innumerables guerras civiles que desde su nacimiento desangran a la nacionalidad. Cualquier conflicto veredal, una primera comunión o la celebración de un triunfo deportivo, pueden culminar con un saldo alarmante de heridos y muertos.
Estar dispuestos a matar, a imponer sobre el cuerpo del otro nuestra voluntad hasta convertirlo en cosa o cadáver, es un comportamiento que sigue siendo bien visto por una cultura machista y guerrera. Estar armado y dispuesto a responder a los demás con una amenaza de muerte es un acto que puede generar en nuestro país admiración y respeto. La música popular y la conversación cotidiana están plagadas de expresiones que lo confirman. “el revólver no se debe sacar sin necesidad, pero tampoco se debe guardar sin honor”, es un dicho santandereano que condensa el respeto que mantenemos por la precisión del arma, de la que esperamos sea certera al memento de defender nuestra imagen pública y dejar en alto nuestro orgullo. Existe incluso el verbo “manotear”, que se conjuga a diario para dar a entender la disposición a responder con agresión abierta en combate planteado. Las bandas juveniles o los grupos al margen de la ley tienen este comportamiento en alta estima, con lo cual se refuerza una identidad social construida frente a la posibilidad del asesinato.
El ciudadano corriente, que guarde en su casa un arma para usarla en “situaciones de emergencia”, o incluso aquellos que no hagan nunca uso de procedimientos violentos para eliminar al adversario, pueden justificar en un momento dado la matanza de indeseables como “basuqueros” o “desechables”. En algunas ciudades colombianas ha hecho carrera el término “fumigación”, para referirse a estas acciones de limpieza social que pueden ser miradas con alguna complacencia por vecinos atemorizados. Son muchos los que siguen creyendo que lo que hace falta en el país es “mano dura” para imponer el orden sobre unos cuantos desviados y facinerosos, mitificando con ello el poder sanador de la violencia estatal justiciera.
En tanto metodología para la resolución no violenta de los conflictos, la paz no es sólo potestad del ejecutivo, sino competencia de todos los ciudadanos. Conseguir la paz va mucho más allá de negociar con actores armados. Es, ante todo, conquistar un marco social, político y jurídico, donde puedan encontrar expresión y resolución los diferentes conflictos que nos desangran. En tanto expresión cimera de la civilidad, la paz es una construcción histórica que no puede negar la actualidad de la guerra, ni la necesidad de ir arrebatando paso a paso espacios sociales a la intimidación y la violencia. La paz es la manera de asumir el conflicto dentro de un estado social de derecho en permanente construcción. Pensada como fuerza que incluso legitima formas de movilización como la desobediencia civil y la insurgencia ciudadana, la paz se fija como marco de actuación en un estado social de derecho que permita la expresión de las fuerzas en conflicto sin que su choque derive en la acción armada.
Afirmar hoy en Colombia el derecho a la paz es comprometerse con un acto libertario y democrático, un ejercicio de fuerza ciudadana que busca hacer del poder un mecanismo para la convocatoria permanente a la participación política, a fin de avanzar en la construcción colectiva de un nuevo país. Afirmar en Colombia el derecho a la paz es deslegitimar a quienes irrespetan la vida para afianzar sus proyectos de dominio de intolerancia. Es negarse a que personas armadas asuman la vocería de quienes se mantienen fieles al principio de “no matarás”.
Buscar la paz hoy en Colombia es declararse en contra del miedo y la intimidación como forma de oponernos a una cierta idea de nación. Es optar por la construcción de un país plural con proyectos de vida que crecen en medio del fuego cruzado y el peligro de las balas. Es sentirse orgulloso de ser un ciudadano desarmado que hace de su fragilidad el más alto símbolo de la democracia.