8.08.2016

Superación de la violencia, implica compromiso y entrega

La violencia en Colombia ha adquirido tal preeminencia que se ha convertido en una estructura de comportamiento y en una estrategia de socialización. Vivimos una cultura de la desconfianza que, junto con la guerrilla y otros factores, ponen en peligro la construcción democrática de la nación. Frente a ello, una pedagogía de la convivencia, una insurgencia desarmada, la ternura, el cultivo de la singularidad y el respeto por la diferencia, pueden ser los caminos para afirmar la civilidad, construir la paz y afianzar la democracia.
La violencia aparece como una estrategia de socialización que busca modificar comportamientos por el terror, a la vez que se propone el aplastamiento de la singularidad y la eliminación de la diferencia. Al bloquear las reacciones espontáneas que tenemos en nuestras relaciones interpersonales y limitar las actitudes de afianzamiento y apropiación de nuestra propuesta vital, la violencia actúa como dispositivo generador de sufrimiento e impotencia. Fenómenos como la impunidad, la desaparición forzada, el desplazamiento y la inseguridad, derivados de una violencia creciente y una guerra irregular, se convierten en causa de sufrimiento psicológico y social, generando un sentimiento creciente de impotencia y agresión contenida que afecta de manera negativa a los procesos de participación ciudadana y afianzamiento democrático.
La violencia es efectiva en tanto nos roba la alegría, la confianza en nuestras creencias y valores, en la posibilidad de una cultura democrática. De manera inmediata, lo que busca la acción violenta es restar fuerza a la víctima para obtener una ventaja política, un dominio en el campo del poder, un opacamiento de la capacidad del ciudadano para reaccionar frente a la arbitrariedad y la muerte. Más allá de las justificaciones que puedan tenerse para ejercerla, la violencia actúa a nivel interpersonal como mecanismo perpetuador del sufrimiento y a nivel económico y social como legitimadora del negocio de la guerra. El impacto que genera la violencia conmociona de manera simultánea la capacidad de individuos y grupos para alcanzar el bienestar psicológico y su capacidad política para afirmarse en un proyecto democrático de construcción de ciudadanía.
Desbloquear este sufrimiento y reaccionar contra el poder cotidiano de la violencia se convierten con frecuencia en un círculo vicioso, pues no parece existir alternativa diferente a exhibir comportamientos guerreros, generando ante las fuerzas que nos apabullan aparatos de muerte que perpetúan las cadenas del maltrato, la sumisión y la impotencia. Asaltados por un ímpetu vengador, pretendemos resarcirnos de la ofensa, levantando en alto la bandera de la dignidad, para que el ofensor pase a ocupar el lugar del ofendido. Establécese así un equilibrio precario que paga el precio de producir nuevas ofensas y humillaciones, nuevas formas de perpetuar la cadena de violencia.
Cultura de la desconfianza: Parece existir en Colombia una larga tradición de solucionar nuestros conflictos recurriendo a las armas, una dificultad para abordar nuestros problemas sin pasar por la eliminación del adversario. Aún hoy, una persona armada goza de más prestigio que un ciudadano desarmado. Hasta hace pocos años, los partidos históricos -liberal y conservador- alimentaban ese ímpetu guerrero, pues se consideraba un asunto relacionado con la sangre y la familia, defender la permanencia de uno de ellos en el poder. Curiosamente, desde el momento en que estos partidos pactaron la convivencia, han sido otros colombianos los que se han armado para oponerles resistencia.
Aún hoy, ante el estallido de cualquier crisis vecinal o la confrontación de estructuras de poder grandes o pequeñas, los colombianos seguimos dando primacía a las salidas armadas. Somos un país que durante décadas ha concedido un estatuto honroso al insurgente, imagen heredera de las innumerables guerras civiles que desde su nacimiento desangran a la nacionalidad.